Era un sueño en el que hacía viajes imposibles en unos segundos. Paseaba por mi pueblo, iniciando por el extremo de una carretera que acaba en bosque.
De repente me daba cuenta de que estaba en un pasillo largo. Era un evento de cómics muy grande, con tres plantas llenas de actividad. Más que como un típico Salón del Cómic, con sus tiendas de Feria del Libro donde solamente te muestran lo que más se vende, la tercera planta era como una biblioteca. Sin tenderos que miren lo que estás mirando. Solamente estantes. Allí estaban clasificados adecuadamente todos los tomos y volúmenes editados, y no tenías más que pagar al final.
Uy, no había pagado la entrada.
Había viajado por una especie de elipsis narrativa y recién recordaba que yo había alcanzado el pabellón directamente desde el oeste —quién sabe si en forma etérea—, y por el oeste estaba abierta una ventana del baño. Del tercer piso. Tuve un poco de miedo de que me fuesen a detener a la salida por no llevar la —antigua— calcomanía en el dorso de la mano.
No me había colado por gusto. Es que las elipsis resumen y sintetizan todo lo que es posible. Si por el norte requería media hora de fila para comprar entradas y otra hora de otra fila para entrar al pabellón, y por el oeste había una ventana abierta, la elipsis tiende a entrar por el baño de la tercera planta.
Miré las estanterías un rato. Enseguida me aburrí, porque normalmente en los sueños no puedes leer. Digamos que miré un par de lomos de volúmenes con texturas neuronales pegadas de mis recuerdos de la biblioteca. Nada serio.
Iba a bajar a la segunda planta, cuando unos jóvenes improvisaron un juego que implicaba formar un muro de personas.
Tiré otra vez de elipsis y —no sé cómo, quizá por otro baño—, llegué a la calle de una compañera de teatro. Para entrar con un coche, su calle es la más rebuscada y la que requiere dar más vueltas.
Mis elipsis oníricas ahorran un montón de escenas aburridas.
Este sueño continúa en la entrada de mañana:
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