Una colega del taller de teatro vino con su hija. Al salir charlamos todos un poco. La hija me recordaba a mí a su edad. Fue grato ver cómo su madre la amaba de forma incondicional. Cómo sentía que sus gracias tenían gracia.
Sucedió un momento auténtico.
La madre había traído una tableta de chocolate con almendras para su hija, pero después de darle su buen pedazo, ofreció también a las otras cuatro o cinco personas que estábamos presentes.
Yo quería chocolate, así que hice lo que insistiré en llamar Un Movimiento Audaz, porque si me lo hubiera propuesto desde los sesos y no desde el corazón, me hubiera dado vergüenza hacerlo.
Así pues, aunque era la madre quien me estaba ofreciendo el chocolate (y seguramente quien lo había pagado), le pregunté a la niña:
—¿Me dejas? —y como ella no se esperaba mi pregunta, repetí— ¿Me dejas?
La pequeña, legítima propietaria del chocolate, asintió, y así pude comer también.
Sorprendida y entre risas, la madre me dijo:
—Eres el único adulto que le pide permiso a una niña.
Por supuesto, hay que pedir permiso.
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