La zona ponzoñosa (The poison belt) es una novela corta —o cuento largo— de Arthur Conan Doyle protagonizada de nuevo por el profesor Challenger. En El mundo perdido, ya había llevado a una partida de exploradores a una oculta meseta del Amazonas donde los dinosaurios todavía estaban allí. En esta ocasión, el excéntrico y simiesco científico da la voz de aviso porque el planeta Tierra pasará por una franja cósmica que promete barrer con la humanidad.
Sin ánimo de destripar el final por capricho, quiero comentar un acierto de Conan Doyle que justifica hablar del final de la historia.
El profesor y sus colegas se las apañan para evitar los efectos de esta zona de éter tóxico, por lo que logran llegar al siguiente amanecer y se encuentran un mundo de cuerpos inertes desperdigados por doquier.
Uno de los primeros caídos fue un caballo —símbolo de muerte— que tiraba de un carro. Pero a las seis y cuarto de la tarde, la mayoría de los supuestos cadáveres despierta. Entre estos recién renacidos se encuentra el pasajero del carro. Es un reportero americano que dará el remate a la aventura. Resulta que la mañana anterior, nada más leer la carta de Challenger publicada en prensa, se había puesto en marcha para entrevistarlo en su casita de campo. El éter lo alcanza a unos metros de la puerta.
Pareciera que llegó trágicamente tarde, pero en realidad era el único modo de que llegase a tiempo para ser el primer periodista extranjero en visitar al profesor.
El ataque de catalepsia paraliza a un personaje que no tenía ninguna función. Pero al día siguiente puede finalizar su recorrido y así convertirse en la mano que portará la antorcha al otro lado del mar.
Lo que antes fue un caballo débil y cansado, después del trance es un joven con curiosidad que siempre estuvo ahí. Sólo necesitaba llegar en el momento preciso del cuento.
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