Cuando decimos a principio de curso que si tienen algún problema confíen en nosotros, nos referimos a problemas de verdad. Los profesores no estamos para andar poniendo cojines a los culos delicados. Estamos para preparar a los proyectos de adulto para el mundo real, y en el mundo real nadie los va a defender.
Encima vienen con esa cara penosa, que dan ganas de cruzarles la cara. Que den las gracias porque el otro sólo los insulta. Yo los agarraría a solas y ahí iban a ver. Fuera del recinto del colegio, por supuesto. Que luego nos la cargamos los normales.
En mi clase todo va bien. Alberto y sus amigos son los que dan vida al grupo. ¿Qué digo al grupo? ¡A todo el curso! Y viene el niño mimado este y dice que Alberto lo acosa. Cómo me jode que mientan a espaldas de la gente. En todo caso, lo que hace es envararlo, que buena falta le hace. Si no sacase las notas que saca, a éste lo mandaba repetir curso. Aunque quien sabe; sus notas ya están empeorando desde el trimestre pasado.
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¿Están acosando a Fran? Lo sabía. Algo estaba notando en cómo había cambiado de una semana para otra.
Cuando decimos al principio del curso que si tienen algún problema confíen en nosotros, también hablamos de esto.
Los profesores estamos para ayudar, pero me duele reconocer que, a veces, con todo lo que se nos exige a nosotros también, no podemos atender a todos los alumnos. Hay días en los que tienes que elegir entre escuchar al que nunca habla o seguir las directrices de arriba, sabiendo que cuando llegas tarde a clase, arriesgas más cosas que el respeto de unos pocos.
Pero ellos vienen. Confían en ti. Vienen con esa cara de pena, que dan ganas de entrar con ellos al lavabo para limpiarle las lágrimas. ¿Cómo podemos esperar que nos den las gracias cuando los otros compañeros siguen insultándolos? Yo les permitiría estudiar tranquilos. Expulsaría a los matones, todo un año si es preciso. Echaría a esos que se creen que esto sigue siendo el medievo. Ahí iban a ver.
Y a continuación sería mi turno para rezar, porque una vez esos acosadores pusieran un pie fuera del recinto del centro, yo me iba a cargar con todas las culpas.
En mi clase todo va bien, mientras mantenga todos mis sentidos alerta. Todos los días tengo que vigilar que Alberto y sus compinches no le succionen la vida al grupo, y al mismo tiempo mantener el hilo de mis explicaciones.
Ya no sé quién acosa más a los niños: los abusones o los que no me dejan trabajar como se debe. ¿Es tan fácil comprender que si no puedo demostrar integridad jamás podré transmitírsela a mis alumnos?
Y todo por las notas. Si Alberto no sacase las notas que saca, fácilmente repetiría curso. Ha demostrado con creces que es un peligro en potencia para la sociedad. No tiene el menor remordimiento a la hora de humillar a sus semejantes para medrar a su costa. Normal, con esos padres.
Si hoy expulso a Alberto, mañana caeré yo.
Así pues, viendo en peligro mi cabeza, y sabiendo que mi importancia en el instituto es mayor que la de mediador de este único conflicto, optaré por dos medidas alternativas de urgencia.
La primera, trasladar a Alberto al aula del fondo del pasillo. Lleva años actuando como el gallo del corral porque siempre se ha criado con los mismos. Veremos si gana algo de empatía con su nuevo compañero, José Juan.
La segunda, redondearle a Fran este cuatro con nueve al alza para que pase el trimestre. Y ayudarle a superar este bache.
En el fondo, soy un egoísta. En clase, Fran debería atender solamente a mis explicaciones.
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