Participaba en un juego en un caserón antiguo. Era parecido al programa televisivo de El Juego de la Oca, pero sustituyendo las casillas por habitaciones. Las estancias eran un verdadero laberinto, pero si te sabías orientar podías saber siempre qué puerta te convenía cruzar.
Tras diversas pruebas en habitaciones con vigas de madera vista, llegaba el primero a una sala de paredes de hormigón, en lo más alto. Allí tenías que decidir la puerta por la que acceder al último tramo, pues sólo una de ellas conducía a la salida. Siempre había habido dos puertas, una de ellas con más pruebas para rezagarte si te equivocabas. Yo recordaba la verdadera salida, pero descubría una tercera puerta que nunca antes había distinguido. La abría.
Dentro había un mecanismo arcaico elaborado con un metal oscurecido por el tiempo. Era como un conjunto de engranajes muy complicados. Por lo que indicaba un cartel tirado en el suelo y del tamaño de un menú de restaurante —e igual de plastificado—, esa rueda servía para ver por dónde iban los jugadores que aún estaban de camino, y atrasarlos a estancias pasadas igual que uno atrasa un reloj.
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