Fui a una obra de teatro donde una línea del texto justificaba la presencia de un perro. Ahí estaba el pastor alemán; peludo, rellenito. A todos nos conquistó con su candor. De hecho, jugó en contra del resto del reparto, que a su lado tenía que esforzarse más para meternos en la tragedia.
En su primera intervención, el perro se dejó llevar a lo largo del escenario. Estaba acompañando a los demás sin mediar en el conflicto. Buen chico.
En su segunda intervención, hizo menos todavía. Seguramente salió porque si no lo hacía ahí, luego tendrían que darle un rodeo impresionante por las bambalinas y no querían dejarlo solo.
En su intervención final, arrancó el aplauso del público. Cuando quedaba un mero segundo para finalizar la obra, saltó a la cama de la Desdémona, se echó tan ricamente y se puso a lamer la cara de su amo. ¡El pobrecito había pasado tanto disgusto!
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