La biblioteca que más frecuento ha decidido cerrar por las tardes durante la temporada de baja afluencia de agosto.
Hace años tenía el horario de una biblioteca de pueblo pequeño. Podríamos decir que tenía horario de tienda; incluso cerraba a la hora de comer.
O sea, que las personas que nos concentramos mejor a horas menos asiduas vimos por unos años la ampliación de horarios como un derecho ganado. Creo que al menos así lo sintió el señor que hoy se quejaba en la entrada. Un sencillo hombre mayor con bastón que hablaba a todo el que le quisiera escuchar acerca de las injusticias que temía volver a experimentar.
Yo me sentía cansado cuando me iba, pero no por eso me pesa menos no haberme quedado a escuchar sus argumentos.
Una mamá le daba la razón sin comprometerse demasiado, en ese umbral donde sigues la corriente a alguien un rato para no cometer el desplante de marcharte sin más.
Otra mujer, acompañante de la nueva responsable del centro, le respondía que la concejala no estaba robando el dinero de nadie, sino trabajando por todos los vecinos.
Quizá aquel señor sí necesitaba que alguien le siguiera la corriente.
Cuando no hay más remedio que acortar servicios, la gente no necesariamente expone quejas como medio de forzar el regreso de su rutina. No al menos tanto como que escuchen y acepten la validez de su situación.
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