Acabada la tormenta, volví hacia casa. La brisa nocturna corría fresca, no hacía falta escuchar música para caminar animado.
En la parte del sendero que no tiene farolas, un tímido maullido salió de un arbusto. Y seguido, la silueta negra de un gato mediano.
Este tipo de gatos, grandes para parecer cachorros y pequeños para fingirse amenazantes, suelen alejarse de los humanos como si fueran la sombra de algo que no puede mostrarse ante nosotros. Por lo que cuando noté la silueta opaca saliendo al camino, desvié mis pasos a un lado para no importunarlo. El gato no se detuvo. Con una velocidad parsimoniosa pero precisa, se interpuso frente a mis piernas. Me detuve.
Tenía suerte, llevaba una bolsita con comida. Busqué un sitio respetuoso donde dejarle un puñado. No había rocas lisas. La única con aspecto limpio se inclinaba al suelo, pero me di cuenta cuando ya había bajado la mano. Ahí mismo se lo dejé. El gato se acercó con ganas.
Vertí otro puñado para asegurarnos, se lo dejé al lado de donde la silueta negra ya comía. Seguí mi camino, contento de que los dos nos hubiéramos entendido.
A la media hora vi otro gato negro, mucho más fuerte, cruzar una carretera de doble sentido con tres o cuatro zancadas. Me recordó al primero. Pensé: «A lo mejor, ahora el otro se siente así de fuerte.»
Pero no. Al llegar a casa consulté en la red. A los gatos no les sientan bien los frutos secos. Para colmo, algunos de ellos iban recubiertos de chocolate.
¿Qué iba a hacer, darle un capuccino?
Gatos, por su bien, no se me acerquen.
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