El pasado 1 de enero, recibí diversas felicitaciones. Una cascada de mensajes que clamaban Feliz Año Nuevo con distintas palabras. No es el tipo de mensajes que te pongas a releer. Excepto uno, al que en su momento no di importancia porque estaba ocupado con otras cosas.
Para cuando me digné a mirar de quién era, me di cuenta de que el nombre de la remitente no me sonaba. Lo busqué por las redes sociales y no era ninguna antigua conocida en eventos literarios. De hecho, coincidía con el nombre de una amiga de una amiga, pero tenía que ser una coincidencia. No la conocía.
He seguido medio año sin darle importancia. Hasta que me he dado cuenta de que debajo del texto de buenos deseos para el año había una foto sin descargar. Yo no suelo aceptar las fotos de desconocidas con nombre flagrantemente inventado, pero este nombre era muy normalito. La verdad, le di a descargar sin pensarlo, medio dormido. Siete meses de prudencia al desagüe.
La foto era un paisaje con una explanada repleta de lo que me parecieron antiguas tumbas celtas. A lo lejos, el mar, poniendo un límite a la belleza de la imagen.
Me pregunté quién sería esta misteriosa persona que pasa las navidades en necrópolis, así que decidí averiguarlo. Me esperé al 1 de enero del 2020, a ver si así me volvía a felicitar el año y ya le podía preguntar sin parecer un impaciente.
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