Alguien —una gran amistad— había reformado como vivienda el ala izquierda de la antigua escuela de San Martín de Valdeiglesias (el ala derecha es la biblioteca). Era noche estival, y ese alguien me invitaba a entrar. Penetraba en el recinto y subía las escaleras de piedra. Pero delante del umbral de la puerta principal se había quedado muerta una rata del tamaño de un perro San Bernardo. Su cuerpo no olía, pero mostraba un aspecto repulsivo: estaba poblado de moscas y le faltaba el maxilar inferior de la mandíbula.
En más de una ocasión —a lo largo de una noche en la que se supone que tenía que suceder un antes y un después—, regresé al umbral. La rata seguía igual de muerta, bloqueando el acceso. La cola a la izquierda, la boca eternamente abierta a la derecha.
Hasta que la voz de mi anfitrión, al otro lado, dijo que no estaba muerta porque se había movido antes, cuando yo no estaba. No me lo creía porque el animal no podía seguir vivo en esas condiciones. Pero al minuto de esperar quieto, la rata abrió los ojos, se desperezó como quien se levanta de la siesta y se apartó del umbral.
Escalofriante! La rata con falta de dientes será que no puede apresar. Tú la creías muerta, no lo estaba y sin embargo, te deja libre el paso. Es un miedo irracional tuyo. Una biblioteca? Miedo a triunfar en lo que escribes. Da el paso, Víctor. Tienes el don.
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