Qué apuro. En el vestíbulo de la biblioteca se me acercan dos niños e interrumpen mis pensamientos de perros simpáticos. El portavoz me pregunta:
—¿Quién te llamas?
—¿Cómo? —replico, por si me he confundido yo.
—¿Quién te llamas?
—Ah, que cómo me llamo.
—Sí.
—Yo, Víctor.
—Víctor, ¿tienes un pintacaras verde?
—Eh... —no quería decirle que no porque nunca se sabe qué puedas tener encima que sirva como pintacaras, pero al final hay que resignarse antes que darles un crayon rayado—. No.
Hace años consideré la conveniencia de llevar conmigo un encendedor desde que aquella joven que se comía la luz del sol con su piel me pidió un mechero. Hoy pienso: ¿debemos los adultos llevar pintacaras en la mochila?
Un minuto después, una voz infantil me dice al salir por la puerta:
—Víctor, no te dejes el pelo largo.
Es tarde. Los duendes ya saben mi nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario